GASTRONOMÍA HISTÓRICA DE MÉXICO

Friday, December 16, 2005

Los Misterios Gastronómicos de Teotihuacan

Chorcha Chillys Willys*


A la doctora Beatriz de la Fuente.



Es muy poco lo que se puede saber de verdad sobre la historia de la gran ciudad prehispánica de Teotihuacan. Porque casi todo lo que se sabe hoy día sobre las ruinas y restos de esta ciudad es mera especulación, más o menos ciencia-ficción, interpretación subjetiva. Todo en estas ruinas antiguas es misterio y oscuridad. Sin embargo, en medio de tanta indeterminación existen verdades constantes, verdades duraderas, certezas arqueológicas, aunque nos digan muy poco sobre la verdad existencial de quienes hicieron y habitaron esta gran construcción colectiva que floreció entre los siglos IV al VIII de nuestra era.

Se ignora por completo cuál pudo ser o no ser la lengua en que hablaron entre sí quienes vivieron en esta gran urbe precortesiana. También ignoramos cuál pudo ser el nombre o los nombres con que sus habitantes identificaron este complejo espacio urbano; pues el nombre de Teotihuacan con que ahora la conocemos -- “Ciudad de los que fueron como dioses” -- le fue impuesto en náhuatl, ya durante el siglo XVI, más que nada por los conquistadores españoles, a través de las versiones mitológicas que sobre ella les transmitieron los mexicas y los tlaxcaltecas, quienes, cuando hallaron el sitio y trataron de reconstruirlo y reutilizarlo, cosa de tres o cuatro siglos antes de la llegada de Cortés a México, ya lo encontraron abandonado y en ruinas, cubierto de tierra, hierbas, arbustos y cactus. Aunque, si lo que nos preocupa es saber cómo se llamaba de verdad esta ciudad, también es muy posible pensar que, en su hora, la ciudad en cuestión pudo tener varios nombres al mismo tiempo o quizá ninguno en concreto, ya que también es posible pensar que quienes la hicieron realidad arquitectónica y simbólica nunca la unificaron en una sola voz o palabra. Cosa por completo posible en una sociedad medieval politeista, para tratar de explicarla, una sociedad organizada por el sino de la analogía dualista, según parece. Otra cultura, otra mentalidad.
* Gloria Hernández, María Adela Hernández Reyes y Salvador Mendiola.

Resulta imposible establecer con certeza de dónde llegaron y a dónde se fueron los constructores y habitantes originales de la gran Teotihuacan. Tan sólo es un hecho material manifiesto que durante un período de mil años, que discurrió, allí, en ese punto del noreste de la gran cuenca del sistema lacustre de Texcoco, entre el año 200 antes de nuestra era y el año 900 de ésta. Más complicado aún resulta tratar de establecer con claridad cuáles fueron las razones y motivos por los que principio y fin ocurrieron. ¿Por qué llegaron allí? ¿Huían de los efectos destructivos de la erupción del volcán Xitle? ¿Les hizo desaparecer la guerra y su rapiña? ¿No terminaron por equivocarse en algo, por ejemplo en cuestiones de higiene, o en cuestiones de distribución y reparto de la riqueza social? ¿Huyeron de ahí o fueron exterminados por completo? En las ruinas actuales hay marcas de incendios; pero es imposible establecer cómo, cuándo y por qué pudieron ocurrir. También se puede pensar que esos incendios los causaron sus habitantes, conscientes de ello, quizá como un intento por purificar zonas contaminadas por la enfermedad o algo parecido. Puede ser que, de pronto, no pudieran controlar esos incendios, que entonces se extenderían sin control hasta alcanzar toda la ciudad. Y así sucesivamente. Se pueden pensar muchas cosas sobre el principio y el final de Teotihuacan y sus habitantes. Pero poco se puede decir de cierto sobre todo ello.

No existen suficientes elementos para suponer que la gente teotihuacana haya desarrollado una verdadera escritura gramatical, como sí lo hicieron los pueblos mayas y los zapotecas. Por ello cuesta mucho trabajo ingresar en su auténtico pensamiento. En Teotihuacan únicamente encontramos huellas de proto-escritura iconográfica. Vemos “pinturas” pero no encontramos “libros”, o sea, vemos algo así como fotos pero nos hace falta algo como pies de foto para entender qué es de verdad lo que allí se ve; no hay nada que pueda servirnos como medio para ingresar en el significado de su lengua y discurso de Teotihuacan, nada. Por tanto, hay que reconocer que tenemos ontológicamente negada la comprensión efectiva del espíritu de la gente teotihuacana, ya que nada firme podemos descifrar sobre su sociocultura si no podemos saber ni cómo hablaban y en qué pensaban de verdad, porque lo mejor del pensar humano se cifra justamente en el poder de síntesis de las palabras. Tratar de entenderles hoy día por sus ruinas y restos de iconografía significa tener que especular mucho y siempre correr el riesgo de malinterpretarlo todo con nuestra ideología pequeño-burguesa occidental, tan marcada, además, por la ilustración insuficiente del cuadro hispano-católico, más sus retumbes priistas y lo que todavía sigue, cosa imposible de abandonar sin corrernos el riesgo de ir a dar a un sanatorio psiquiátrico. Pues, con las imágenes que hoy contamos, fragmentos, meros fragmentos del pasado teotihuacano, no podemos ingresar con certeza razonable y bien argumentada a su pensamiento esencial. No podemos observar su mundo desde su punto de vista. Sólo lo podemos imaginar. Y así es como van a estar las cosas ya quizá para siempre con Teotihuacan, pues nos enfrentamos de verdad a una lengua por completo perdida, que es algo bastante más grave que tener sólo una lengua muerta. Casi todo se reduce a tratar de extrapolar algunas “verdades” y “sospechas” provenientes de esa gran construcción ideológica que hoy día conocemos como Mesoamérica, que en realidad es una invención de los arqueólogos de mediados del siglo XX, llena de incongruencias, inconsistencias e irrealidad. Pero el único modelo razonable y firme para intentar descifrar estas socioculturas muertas y convertidas en ruinas muy fragmentadas, indescifrables.

La información arqueológica hoy día existente ubica lo orígenes de la fundación de esta gran ciudad de Teotihuacan seiscientos años antes de la era actual, aunque la ocupación humana de la región, como dejan ver los restos encontrados muy cerca de allí, en Tepexpan, Estado de México, tiene más de diez mil años cuando menos. Pero su hora de mayor brillo urbano parece que ocurrió unos mil años después de su fundación, ya durante nuestros siglos V al VIII, período correspondiente a la alta edad media europea, hora en que la gran Teotihuacan llegó a tener más de cien mil habitantes, situados todos ellos dentro de un espacio de más de veinte kilómetros cuadrados. Un espacio con los centros simbólicos de lo que denominamos La Ciudadela, La Calzada de Los Muertos, la Pirámide del Sol y la de La Luna, aunque, según creemos, estas dos pirámides más bien tienen que ver con el Agua, la que creemos solar, y con la Estrella Polar, la que pensamos como lunar.

De tal forma, la hora de Teotihuacan es lo que todavía hoy se clasifica como período clásico de Mesoamérica. Período cuya mayor importancia quizá radica en la aparición de grandes ciudades como ésta y Monte Albán.

Tratar de interpretar la historia y sociocultura de Teotihuacan de acuerdo a los planteamientos científicos de la historiografía actual, nos lo complica todavía más el descuido de los primeros desenterradores y restauradores arqueológicos del sitio, nada preocupados por seguir con cuidado los rigurosos métodos de acción del conocimiento arqueológico moderno, que imponen mucha paciencia y prudencia. Por ejemplo, Leopoldo Batres, quien, a principios del siglo XX, trabajando para los caprichos mitológicos del dictador Porfirio Díaz, su pariente, dinamitó sin piedad una buena parte de lo que ahora conocemos como Pirámide del Sol. Edificio que este personaje reinventó por completo en cuanto a su estructura arquitectónica, de ahí su estructura irracional por incongruente respecto a los modelos, estilos y arquetipos de la gran arquitectura de Mesoamérica.

Hasta mediados del siglo pasado se realizaron trabajos con el debido rigor y sistema arqueológicos en el desenterramiento, conservación, restauración y reconstrucción del actual sitio arqueológico de Teotihuacan. Sin embargo, la información con auténtico valor historiográfico acerca de la civilización teotihuacana es muy poca, casi nada.

Tenemos que seguir con el discurso negativo. No hay forma, por ahora, de intentar una reconstrucción del horizonte de comprensión y sistema comunicativo donde fueron emitidos y recibidos los textos iconográficos que nosotras interpretamos en este artículo. Trabajamos nuestras interpretaciones desde el contexto mesoamericano y las confrontamos con la información que hemos obtenido a través de nuestras investigaciones sobre la civilización zapoteca clásica de la gran ciudad de Monte Albán y el valle central de Oaxaca que la contiene y rodea. Después de todo, en la gran Teotihuacan existió un barrio de gente zapoteca, claramente diferenciado del resto de la ciudad, y justo en la hora de mayor esplendor de ésta. Y son manifiestas las diversas relaciones materiales existentes entre ambas grandes ciudades del período clásico de Mesoamérica.

Sabemos que los teotihuacanos cada cierto tiempo tenían la costumbre de rellenar con tierras y piedra los edificios que habitaban, para construir sobre ellos nuevos edificios. De esa manera vivían materialmente sobre la presencia y fuerza de la memoria de sus antepasados. No tenían las tumbas de sus ancestros venerables bajo sus casas, como hicieron los zapotecas. Pero vivían sobre las casas de sus predecesores. Hacían nuevos edificios, con nuevos materiales, encima de los anteriores. A diferencia de la gente zapoteca, que utilizaba las mismas piedras para hacer nuevas construcciones.

La arqueología define seis etapas cerámicas de la gran ciudad de Teotihuacan:

1. Patlachique o “aplanado”: entre el año 100 antes de nuestra era y el primer siglo de ésta. Es cuando comienza la edificación de construcciones de piedra, cosa que ocurrió principalmente en lo que ahora es la zona norte del sitio arqueológico. También en este periodo se levantan los primeros montículos de lo que luego serán las dos grandes pirámides del sitio, la Montaña del Agua, que ahora conocemos más bien como pirámide del Sol; y la Montaña de la Estrella Polar, que ahora conocemos como pirámide de la Luna. Entonces la incipiente ciudad debe haber tenido unos cinco mil habitantes.

2. Tzacualli o “montículo”: entre el año 100 y el 150 de nuestra era. Se construyen los primeros edificios de lo que hoy conocemos como la Ciudadela, que es donde se encuentra la bella pirámide de Quetzalcóatl, al sur de las dos grandes pirámides centrales. Una construcción que luego será cubierta por nuevas edificaciones. También en este periodo cerámico se construye el conjunto que hoy conocemos como de los Caracoles Emplumados. La población de la ciudad aumenta en forma notoria, hasta llegar probablemente a los treinta mil habitantes. Seguramente hubo notables mejoras en la producción agrícola, la obtención de productos de otras partes de Mesoamérica y en la alimentación de las mayorías.

3. Miccaotli o “camino de los muertos”: entre el año 150 y el 250. Se traza y comienza la construcción de lo que hoy conocemos precisamente como Calzada de lo Muertos, con dirección norte-sur. La población sigue creciendo, ahora deben de haber sido unos cuarenta y cinco mil los habitantes de la gran ciudad, que se extiende en las cuatro direcciones, siguiendo los ejes de la Calzada y los del río que ahora llamamos San Juan, que pasaba a un lado de la Ciudadela, cortando en ángulo recto la calzada.

4. Tlamimilolpa o “estremecimiento”: del año 250 al 450 de nuestra era. La ciudad llega a tener unos sesenta y cinco mil habitantes, pues no para de crecer y mejorar sus condiciones urbanas en forma notoria. En este periodo cerámico, que corresponde al Clásico de Mesoamérica, es cuando se construye el gran conjunto de Quetzalpapalotl, al oeste de la Pirámide de la Estrella Polar. Sus efectos socioculturales llegan hasta el norte de lo que ahora es la República Mexicana, lo mismo que hasta los dos océanos, el Pacífico y el Atlántico, y hasta el sur de los mayas. Comienza el máximo esplendor teotihuacano.

5. Xolalpan o “resbalón”: del año 450 al 650. Se construyen las grandes unidades domésticas de Tepantitla, Tetitla y Atetelco, por ejemplo. Es cuando el arte y la sabiduría de Teotihuacan alcanzan su punto máximo de desarrollo, pues la ciudad llega a contar con ochenta y cinco mil habitantes, cuando menos.

6. Metepec o “monte de magueyes”: entre los años 650 y 750. Comienza la decadencia de la gran ciudad, que deja de crecer y disminuye su población a unos setenta mil habitantes. Ya no se sigue construyendo en forma intensiva, aparecen rastros de incendios por todas partes. Y al comienzo del siglo IX ya se encuentra casi despoblada por completo.

Por tanto, volvamos a decirlo una vez más: acerca de las costumbres gastronómicas de la gente que habitó en Teotihuacan es muy poco lo que se puede decir con certeza. De verdad muy poco. Ya que todo aquí es puro misterio y oscuridad.

Quienes investigan en las ruinas y los restos de esta ciudad prehispánica se han interesado más por tratar de descifrar la religión de los teotihuacanos, una cuestión, en definitiva, ideológica y subjetiva, hasta cierto punto irracional; en vez de tratar de prestarles mayor atención a las cuestiones objetivas y vitales de la gastronomía, una cuestión científica y objetiva, lo mismo que artística y subjetiva. Después de todo, el trato con los supuestos dioses y fuerzas sagradas, igual que para la guerra también servía para conseguir los alimentos de cada día, algo en definitiva más importante para la existencia diaria de la ciudad. Quizá todo esto se debe a que el canon académico e institucional sobre estos temas arqueológicos sigue siendo muy machista y patriarcal, muy estatalista e ideológico, un punto de vista epistemológico donde la gastronomía, con todo y su marcado carácter falogocéntrico, todavía no adquiere la importancia que merece, ya que se le considera muy cerca del espacio femenino y secundario de la existencia.

Pero de todas maneras hay quienes tratan de interpretar el pasado de Teotihuacan desde la huella del procesamiento y consumo de alimentos. Con esa información es como operamos en la producción de este artículo.

No se ha encontrado nada que equivalga a una receta o la confección o siquiera presentación iconográfica de un platillo concreto, tampoco se cuenta con la descripción real de lo que pudo ser exactamente una cocina teotihuacana; casi todo sobre los alimentos y los lugares donde se les cocinaba son meras sospechas, fundadas en marcas de fuego halladas en el piso de algunos sitios considerados como unidad doméstica y la observación de los utensilios que se han desenterrado también en ciertas habitaciones de esas unidades. Así que apenas se está comenzando a detectar cuáles eran los sitios arquitectónicos donde posiblemente se cocinaba, que resultan ser muchos y estar situados en ubicaciones muy diversas dentro de los espacios domésticos y públicos. Como si la cocina no estuviera en un solo lugar, sino que la comida era confeccionada en distintos lugares de la unidad doméstica. Resulta imposible afirmar de modo definitivo que una habitación o un solo lugar de la casa fueran considerados como la cocina. Del mismo modo resulta casi imposible deslindar con claridad lo religioso de lo gastronómico. Igual puede ser que los alimentos fueran un asunto colectivo que un asunto propio de cada unidad familiar, de modo que ambas posibilidades deben haber estado ocurriendo juntas.

Los utensilios de las cocinas de Teotihuacan que se han encontrado hasta ahora son muy ambiguos respecto al qué y el cómo se cocinaba y comía en esa gran ciudad; es imposible establecer con certeza cuál fuera su función real en la cocina y lo mismo vale para lo que se cocinara con ellos. Tan sólo podemos decir que las gentes de Teotihuacan utilizaban ollas, jarras, platos, vasos, cuchillos, cucharas, tazones, cajetes, metates y molcajetes. También contaban con comales para hacer tortillas y asar chiles, semillas y otros ingredientes.

Se cocinaba seguramente en el suelo. Con fuego de leña. Poniendo los comales sobre tres piedras. Como ya dijimos se cuenta con muy pocas imágenes iconográficas que incluyan información gastronómica; en realidad es poco, muy poco lo que se puede saber al respecto.

Aquí comentaremos unas cuantas de las imágenes de Teotihuacan que calificamos con certeza como “gastronómicas”. Casi todas provenientes de los restos de pintura mural de los conjuntos arquitectónico conocidos como Tepantitla, Atetelco y Tetitla. Es de suponer que en estos lugares habitaba y trabajaba parte de la élite de la ciudad.

En la parte inferior del mayor mural de los que se conservan en Tepantitla, justo el mural que se encuentra en la pared que da hacia donde aparece el sol cada mañana, en la zona de la imagen pintada que se conoce como El Mictlán, encontramos la figura icónica de varios productos alimenticios mesoamericanos: maíz, cacao, frijol, calabaza, nopal, flor ocelote, maguey, volatería, felino, cánidos, peces y mariscos diversos. Los chiles piquines se encuentran representados dentro del árbol fantástico que crece sobre la figura hierática del segmento de mural que se encuentra sobre el Mictlán. No hay que olvidar que los chiles deben ser los primeros alimentos domesticados en Mesoamérica, poco antes de la calabaza, el maíz, el frijol y el cacao. Son un ingrediente ubicuo en las culturas mesoamericanas.

Pero la gente de Teotihuacan también parece haber empleado alimentos más extraños para nuestra cultura, alimentos denominados como “entheógenos” por el antropólogo Gordon Wasson, el descubrido de María Sabina y los hongos sagrados de Oaxaca, es decir, aquellos alimentos que nos convierten en seres como las divinidades – “teotihuacano/as” -- por el efecto que estos alimentos causan en nuestra conciencia o psique. Alimentos que también llamamos “psicodélicos” o, ya de plano y quizá de modo incorrecto, “drogas”, tales como el lirio acuático y el toloache. Alimentos que fortalecen la experiencia interior de lo sagrado.

Por la información que nos aporta este mural de Tepantitla, podemos suponer que quienes vivieron en Teotihuacan incluían en su dieta las mariposas y otros insectos; y por la información de otros sitios con pintura mural es dable pensar que comían carne de cuadrúpedos diversos.

Se sabe que los pueblos mesoamericanos en tiempos de la conquista española no comían con mucha grasa, casi todo lo comían asado o cocido. La sal parece que no era empleada como condimento, la comían sola, directamente, sin mezclarla con otros productos; aunque salaban carnes y vegetales. En realidad todo parece indicar que la sal era un alimento de la élite gobernante, una manifestación de su gran poder político, militar y, seguramente, religioso.

Nosotras, ya por nuestra cuenta, nos preguntamos: ¿se puede comer la carne de águila? ¿Cómo? Porque en la iconografía teotihuacana estas aves y los jaguares juegan un papel muy importante. Al grado que pensamos que el nombre de la ciudad muy bien pudo tener que ver con “águilas” o “aguiluchos”.

Por la información pictórica de otros sitios de estas ruinas, suponemos que la alimentación teotihuacana incluía, como dijimos, muchos insectos, lo mismo que cactus y flores. Bebían pulque y cacao, lo mismo que agua endulzada con frutas y miel de abejas.

En lo sustancial, la teotihuacana, como toda la prehispánica, era una cocina vegetariana; las carnes y los insectos no constituían los ingredientes primarios de sus comidas. Se comían más flores y semillas, más chile y miltomate, calabaza y frijol. Mucho maíz. Nopales y tunas. Imposible tratar de imaginar algún platillo concreto.

En los frisos de los murales de Tepantitla aparece la figura de lo que consideramos que representa, en forma simbólica, una semilla de maíz germinando. Imágenes donde la dinámica de la germinación es representada por un felino, tipo puma, cuya cabeza, patas y cola brotan del cuerpo de la semilla en cuestión, probablemente maíz cacahuazintle en el caso que aquí incluimos.

Gastronomía de lo extraño y ahora considerado relativamente como abyecto. Un ave del mural de Tepantitla que aquí comentamos, tiene pintado el glifo de la intercomunicación en la cola, no en el pico como el resto de sus congéneres representadas en el mural, muy visible en la reproducción de Villagra del Museo Nacional de Antropología e Historia. Ello, sin duda, significa que, para decirlo de modo castizo, el pajarito en cuestión se está tirando un cuezco o pedo, que, entonces, en la trama del mural es calificado como música. Además, esta ave se encuentra situada justo encima de la planta de frijol.

Los estudios de los arqueólogos Linda Manzanilla y Saburo Sugiyama hacen creer que la sociedad teotihuacana estaba muy jerarquizada. Realmente parecen ser una civilización medieval, teológica y jerárquica, fundada en la oralidad y el aparato simbólico de la religión. Se pueden detectar cuando menos seis distintos niveles económicos, sociales y culturales claramente distintos entre sí unos de otros. Cada nivel o estrato de sociedad contaba seguramente con formas y conductas alimenticias diferentes, aunque coincidieran en muchos productos e ingredientes. Sin embargo, las diferencias de cantidad y contenido alimentario entre los diversos niveles jerárquicos parece que eran bastante pequeñas, tendiendo más que nada a la equidad alimenticia en toda la ciudad. También se puede suponer que el ritual religioso como aparato de control ideológico ocupaba mucho de su tiempo y conducta, puesto que estructuraba de manera férrea el orden simbólico de lo público y lo privado, muy en especial en lo referente a las comidas. Por ejemplo, resulta casi imposible encontrar muestras de resistencia al orden teológico-político que gobernaba la ciudad.

No se puede decir todavía nada claro sobre un más bien improbable canibalismo teotihuacano. La cuestión misma del sacrificio humano en esta ciudad y sociocultura resulta muy oscura y misteriosa, pues en realidad no hay rastros claros sobre cómo era y con que frecuencia se desarrollaba allí este tema gastronómico tan controvertido. Sin embargo, resulta imposible negar la fuerza del militarismo y su voluntad sacrificial.

Todavía hace unos cuantos años, sobre la pared de un pasillo del conjunto de Atetelco, según lo vieron y documentaron Laurette Sejourné y Rubén Cabrera, se encontraba una representación policroma bastante compleja en su composición, muy seguramente de una biznaga. Séjourné la califica como imagen “emblemática”. Había en ella dos cuchillos marcando cortes simétricos en el cactus y tal vez signos con información sobre la forma de cómo cocinarla para comer, muy probablemente asándola sobre el comal. Desafortunadamente un desagüe averiado durante la temporada de lluvias a fines de los noventas del siglo pasado causó un grave derrame de agua que ha borrado prácticamente toda la figura, pues, según creemos ver, lo poco que quedo de ésta se llenó de hongos que lo ennegrecieron en forma grave. Aquí presentamos un dibujo esquemático de esta biznaga, publicado por Rubén Cabrera Castro. Todavía no hemos encontrado una buena foto a colores del mural en cuestión.

Nos parece valioso observar la comida en nuestro estudio del pasado. Desde ahí se teje una experiencia de lo humano más universal y objetiva, pues todo mundo tiene que comer para sobrevivir, y hay que hacerlo diario. Sin embargo, las diferencias en el modo de comer resultan infinitas, siempre cambiantes, con muchas y marcadas diferencias, entre personas y épocas, lo mismo que entre regiones y culturas. La comida marca una trama de unidad y diferencia, donde la unidad predomina, objetiva, humana, sobre la diversidad y la diferencia, dándoles sentido.

Todavía hace unos cuantos años, sobre la pared de un pasillo del conjunto de Atetelco, según lo vieron y documentaron Laurette Sejourné y Rubén Cabrera, se encontraba una representación policroma bastante compleja en su composición, muy seguramente de una biznaga. Séjourné la califica como imagen “emblemática”. Había en ella dos cuchillos marcando cortes simétricos en el cactus y tal vez signos con información sobre la forma de cómo cocinarla para comer, muy probablemente asándola sobre el comal. Desafortunadamente un desagüe averiado durante la temporada de lluvias a fines de los noventas del siglo pasado causó un grave derrame de agua que ha borrado prácticamente toda la figura, pues, según creemos ver, lo poco que quedo de ésta se llenó de hongos que lo ennegrecieron en forma grave. Aquí presentamos un dibujo esquemático de esta biznaga, publicado por Rubén Cabrera Castro. Todavía no hemos encontrado una buena foto a colores del mural en cuestión.

Nos parece valioso observar la comida en nuestro estudio del pasado. Desde ahí se teje una experiencia de lo humano más universal y objetiva, pues todo mundo tiene que comer para sobrevivir, y hay que hacerlo diario. Sin embargo, las diferencias en el modo de comer resultan infinitas, siempre cambiantes, con muchas y marcadas diferencias, entre personas y épocas, lo mismo que entre regiones y culturas. La comida marca una trama de unidad y diferencia, donde la unidad predomina, objetiva, humana, sobre la diversidad y la diferencia, dándoles sentido.

En Tepantitla, en el mural que se conoce como de la medicina, situado en un muro al oeste del conjunto, frente al mural del Mictlan o reino de la montaña de agua, encontramos un personaje que, con una cobija entre las manos levantadas sobre su cabeza, está por atrapar una abeja. Porque comer insectos con y sin alas debe haber sido algo muy usual en Teotihuacan, comer muchos tipos de insectos, ya fuera crudos o de plano vivos o ya fuera cocinados de muchas maneras. El mismo mural deja suponer que también se alimentaban con arácnidos y con mariposas, posibles de comer de muchas formas distintas, desde vivas hasta convertidas en condimento de otros guisos. Los metates y molcajetes dan por supuesto las salsas y sus refinamientos, donde los insectos podían mezclarse e integrarse con una gran cantidad de otros ingredientes.

Allí también, en el fragmento de mural que se encuentra del otro lado de la puerta en donde está el mural de la medicina, vemos un maguey con las pencas recién recortadas para hacerle la extracción del aguamiel que fermentado se convertirá en pulque. Una bebida importante en la sociocultura de Teotihuacan.

Luego, en los murales del Patio de los Jaguares, al oeste de la pirámide de la Estrella Polar, en el basamento de los departamentos allí reconstruidos encontramos unos felinos, que avanzan con un tocado de plumas en la cabeza y haciendo resonar caracoles emplumados, de donde caen las gotas de agua del cielo. Esos jaguares llevan sobre el lomo y la cola un conjunto de figuras, que igual han sido interpretadas como corazones que como semillas de maíz cacahuazintle. Nosotras así las queremos ver, como semillas de maíz blanco, que, cuando están nixtamalizadas, al ser comidas habrán de convertirse en calcio de los huesos, en columna vertebral del orden animal, calcio blanco de los huesos, semillas de maíz acumuladas. Una imagen que hace pensar en el trabajo de saber calcular los tiempos y las acciones para el trabajo agrícola, gobernado por la temporada de aguas o lluvias, entre mayo y octubre de nuestro actual año solar.

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Y para cerrar, por ahora, nuestra indagación historiográfica por la cocina teotihuacana, comentaremos, ya muy brevemente, una imagen que consideramos de veras de gran interés filosófico sobre el sentido de la gastronomía…

Es una imagen fundamental para dar pleno sentido a la reflexión “teórica” sobre la ciencia y el arte de la cocina y las comidas. Es una imagen pictórica que se encuentra presente de muchas maneras en la pintura mural teotihuacana. La imagen de perfil de un personaje hierático o sacerdotal que, en medio de una procesión de iguales, al mismo tiempo eleva, como glifos de música, y hace caer como cascada semillas, flores y otros probables nutrimentos. El sacerdote que hace ocurrir la música de los alimentos terrestres, que dan la vida diaria. Un medio humano para hacer que la buena tierra dé sus nutrimentos a los seres humanos. Hacer que ocurra lo correcto.

La imagen pictórica de un deseo muy sagrado, el legítimo y profundo deseo de saber obtener y merecer los nutrimentos necesarios de cada día. Saber obtener y merecer lo suficiente, lo correcto, el ideal para vivir, seguir viviendo. Porque, con y sin dioses, saber dar de comer es algo de carácter divino, un trabajo sagrado, quizá lo más sagrado de verdad para los seres humanos. Hacer que esté aquí la comida. Una cosa que debemos pensar con cuidado, para comprender y ejercer mejor lo humano trascendente, la ciencia y el arte de comer: la gastronomía.

Y la imagen que incluimos de este personaje sagrado en este texto también proviene de los murales de Tepantitla, donde el sacerdote de que hablamos, con un tocado que representa al lagarto del principio del tiempo, avanza caminando o danzando por la pared en dirección al punto geográfico donde el sol asciende por la mañana, de modo que este personaje y la procesión donde se encuentra bendicen el calor supremo del sol, el calor que nos da la posibilidad de la vida a través de los alimentos. El calor que se enciende y apaga cada veinticuatro horas. La fuerza que da sentido al sueño de la montaña de agua en que se sumerge y nada feliz quien murió con dignidad, ya fuera en la guerra o durante el parto, para que, así, haya agua de vida, razón de vivir. Una verdad invariable, tener que comer para conservar la vida, desde antes de comenzar a ser humanos, lo mismo que tener que comer hasta que dejemos de ser humanos, tener que avanzar por el camino de las comidas, tener que poner en acción nuestra actual ciencia y arte de las cocinas. La sustancia existencial para descifrar el valor real de la historia humana y de la esencia de lo humano, que hasta aquí hemos tratado de expresar desde las posibilidades que nos dan los fragmentos del pasado de Teotihuacan.

[Una versión previa de este artículo apareció publicada en la Revista MEDIACIONES de los alumnos de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Año 3, número 9, Abril 2005: pp. 33-41.]

Un aporte de Hermanita

Política del buen comer

María Adela Hernández Reyes


El acto de comer no se limita a la simple actividad de engullir los alimentos. El ser humano es un animal político, han dicho los filósofos, y para no ser tan animal se ha llenado de artificios y refinamientos a la hora de comer, diría un gastrónomo. A mayor refinamiento a la hora de preparar y degustar algún platillo, mejor impresión se produce. ¿Quieres conocer a tu enemigo? Invítalo a comer para conocer sus debilidades, ¿quieres hacer amigos? Invítalos a comer y dales a conocer tus debilidades. Tal es la política del buen comer.

Comer y disertar es un costumbre muy antigua de los seres humanos, al ir degustando platillos y bebidas también se van tratando temas de muy variada índole. Se pactan negocios, parentescos, igual que se establecen complicidades, compromisos, fraternidades; y hasta odios y mala saña.
Los personajes políticos tienen fama se servirse, mientras llegan a un acuerdo, espléndidas comilonas, donde contratan cocineros de reconocido prestigio. En la historia de México no han faltado representantes de esta digna fama que tienen los políticos sobre sus afectos por la buena comida. Según cuenta Guillermo Prieto (poeta y político liberal) en sus memorias: Antonio López de Santa Anna, como prácticamente todos los veracruzanos, era afecto a la buena mesa. Y esta virtud la convirtió en todo un estilo personal de gobernar desde las comidas.

Cosas de los políticos y de lo que se considera buenas costumbres en la mesa. En el cumpleaños del presidente Porfirio Díaz, en 1891, celebrado en el Teatro Nacional, la comida, que incluía vinos y coñac franceses, excluía a las mujeres de la mesa, así que desde la galería observaron el banquete; y del mismo modo como quedaban excluidas de la mesa, lo estaban de una plena ciudadanía. El menú preparado para las grandes celebraciones de este personaje político presentaba platillos de la cocina francesa; escritos, todos estos menús, por supuesto, en francés, lo que produjo un alto grado de afrancesamiento en esta sociocultura mexicana. Los menús se constituían con Potages, Hours d’oeuvres, Entrées, Relevés, Rôtis, Légumes, Entremets, Dessert y Café The.

Los buenos modales usados en la mesa y las palabras adecuadas para designar a los platillos es lo que nos va dando un lugar en la sociedad. Nuestro lugar en la mesa es nuestro lugar social, y desde luego una manera de mostrar nuestra condición política.

Los políticos, entonces, tienen fama de comer bien y bueno, al menos desde la mirada de sus gobernados. Por eso, en los años cuarenta del siglo XX, existió una columna periodística de sociales escrita por una mujer bajo el pseudónimo de Gourmet, que planteaba justamente que una sencilla ama de casa podía preparar platillos tan buenos y bien presentados para agasajar a sus invitados a comer igual como lo hacían los políticos de la escena nacional en sus magníficos banquetes.

Esa es una política del buen comer: todos pueden comer y degustar ricos menús y platillos, sin importar que tan importante se pueda ser. Un mandatario y un oficinista pueden obtener los mismos goces, siempre y cuando el cocinero o cocinera sepan emplear los recursos disponibles para preparar los alimentos con buen sabor. Que la comida más sencilla puede ser un banquete regio si está bien sazonado.

La columna de Gourmet era una buena forma, para su lectora ideal, muy probablemente un ama de casa, de poder estar al día de la nota política y así tener algo de que conversar con los señores; y al mismo tiempo tener la receta para preparar y experimentar con un novedoso platillo que diera un toque de distinción a sus reuniones. Recetas de sencilla elaboración, no resultaban tan caras como para que las lectoras de Excélsior no pudieran prepararlas en sus cocina familiares.

Como dije anteriormente, comer y conversar van juntos, es casi imposible no realizar estas actividades, y, para ello, esta columna de Gourmet proporcionaba información sobre la historia de la comida, además de indicar los elementos de lo que terminó denominándose cuisine nacional, tema que ha dado muchas horas de conversación de sobremesa.
Echando una mirada al pasado de la gastronomía mexicana, como muestra de los platillos que Gourmet proponía en su columna periodística de los años cuarenta, a continuación transcribo algunas recetas sacadas de algunas de sus columnas.

Sopa de plátano macho
Quitar la cáscara de cuatro plátanos y restregarlos con limón. Cocerlos con agua hirviendo hasta que estén tiernos y bajarlos en el metate con un poco de caldo, o molerlos en el molcajete (en la actualidad tenemos la licuadora y los procesadores de alimentos), con la ayuda de un poco de líquido. Pasarlos a una cacerola, agregarle consomé (el suficiente para unas ocho raciones de sopa), darle la sazón necesaria con sal y unas gotas de jugo de limón. Dejar hervir despacito hasta que se espese un poco y servir con pedacitos de pan frito.

Conejo en salsa de cacahuate
Después de limpiar, lavar y secar el conejo, cortarlo en piezas y ponerlo a macerar en un adobo compuesto de medio vaso de vinagre de vino, sal, pimienta, perejil y comino. Dejarlo así durante la noche y al día siguiente sacar y secar las piezas, freírlas en mantequilla con ruedas de cebolla y tiritas de pimiento rojo. Cuando está la carne dorada, agregarle doscientos gramos de cacahuate tostado y molido, diluido en agua; dejar a fuego manso hasta que la carne quede tiernita. Si fuera necesario, agregarle agua, poco a poco, durante la cocción. Servir bien caliente, bañado con la salsa.

Pechugas de pollo almendradas
Se cuecen las pechugas. Se dejan enfriar. Se bañan con una salsa de crema fresca revuelta con almendras dulces molidas y sazonada con sal. Esta salsa se tiñe de color verde claro o rosa con color vegetal.

Polvorones de naranja
250 grs. de manteca; 125 grs. de azúcar granulada; 2 yemas; medio kg. de harina; una cucharadita de royal; raspadura de una naranja y el jugo de dos. En una cazuela, con una cuchara de palo, se bate la manteca hasta que esté blanca. Se agrega el azúcar y se bate hasta que esponje; se añaden las yemas, la raspadura, el jugo y por último la harina previamente cernida con el royal. Se incorpora con una cuchara de madera, hasta que esté bien revuelta, procurando no tocarla con la mano. Se extiende con un rodillo hasta que tenga un centímetro de espesor y se corta con un molde redondo para galletas. Se meten al horno a temperatura media y al sacarlos se revuelcan en azúcar granulada.

¡Y buen provecho!

Fuentes:
--Clementina DÍAZ Y DE OVANDO: “Los Bailes: su pasajero y vario artificio (siglo XIX)”, en El arte efímero en el mundo hispánico. UNAM: México, 1983; pp. 255-276.
--Jeffrey M. PILCHER: ¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana. La Reina Roja: México, 2001.